I
Cuando Nuños de Guzmán hizo la conquista de Jalisco, entre los indios que defendieron su independencia, ningunos mostraron más valor ni más heroicidad, al quedar vencidos, que los Tequécha, que habitaban ambas márgenes del rio Lerma, en su desembocadura en el lago de Chapála.

Los Tecos o Teques vivían en aldeas esparcidas en las fértiles playas del Zula. Eran sobrios, valientes, activos y aptos para el aprendizaje de las artes y oficios.

La saña del conquistador se cebó en aquellas infelices tribus: centenares de guerreros fueron muertos en los campos de batalla y por miles se encontraban los prisioneros; las mujeres eran convertidas en esclavas de los vencedores. Los caseríos quedaron desiertos, pues las familias huyeron a remotas tierras, espantas de las crueldades de los soldados de la conquista.

II
Uno de los grupos emigrantes fue el de la pequeña aldea llamada Parácho, inmediata a la extensa población de Pajacuarán. Caminaban de noche, temerosos de que el solos hiciese visibles a los ojos de sus implacables enemigos; de día se ocultaban en los más tupido de los bosques.

Así anduvieron por espacio de algunos meses. De pueblo en pueblo iban pidiendo hospitalidad que se les negaba por temor a las españoles. Sufrieron a cielo raso las intemperies. Dejaron en el camino a muchos de sus hermanos muertos de hambre o consumidos por las enfermedades, y no pocas veces tuvieron que sostener combates contra los indio aliados de los conquistadores.

III
Al fin hallaron asiento en un abrupto cerro que se levanta cerca del pueblo de Pumucuarán, entonces de la jurisdicción de Pátzcuaro. Por lastima se les dejó establecerse en medio de un pinar espeso y obscuro, en donde reinaban de día y de noche las tinieblas. Allí se mantenían de raíces y de la exigua caza que podía contener el bosque.

Algunas veces el leñador perdido escuchaba salir de la selva acentos de una música tierna y sonora, que parecía al mismo tiempo un arranque de alegría, como el trino del jilguero, o un gemido melancólico, como arrullo de huilota. De noche reinaba el silencio, interrumpido de hora en hora por el canto del corcoví.

Sesenta años duraba ya esta vida monótona; los hombres ejercían el oficio de viandantes, las mujeres se habían hecho notables en el tejido de lienzos y en el bordado con hilos e colores. Unos y otras adquirían robustez y lozanía; ellos por lo duro de las caminatas, ellas porque tenían que ir largas distancias a sacar el agua que conducían a los alto del monte, llevando airosamente el cántaro en la cabeza.

Los misioneros franciscanos habían descubierto el asilo de los Teques, y hallando en ellos aptitud para la civilización, sembraron, en tan buen terreno la semilla del cristianismo. Para herir en este sentido la imaginación de los indios, trasladaron aquellos mojes a la Nueva España las animadas ceremonias del culto externo que se acostumbraban en la Madre Patria: los toritos en las carnestolendas; los actos del grandioso drama de la Pasión, en la Semana Santa; las lides entre moros y cristianos en la patriótica fiesta de la Cruz; la procesión de los gremios en al del día de Corpus; el baile de las vírgenes, compañeras de Santa Úrsula, el 21 de Octubre, y las graciosas pastorelas en la noche de Navidad. En otras fiestas adoptaron las costumbres antiguas de los conquistadores, cristianizando su p’indecuas,[1] que no podían estos borrar de la memoria.
En ninguna parte como en Parácho, arraigaron tales prácticas; los purépecha de aquel pueble se distinguieron por su ferviente culto a las imágenes. Desde aquella remota época compusieron los filarmónicos (que mucho y buenos los ha habido allí), música especial para cada una de las fiestas mencionada; dulces sones que, ora rasgaban el aire con notas alegres y estrepitosas como los que se tocaban en los casamientos, en el Carnaval y en la parandatzicua y la sirangua; ora graves y solemnes como en los bailes de las doncellas consagradas al culto de la Virgen. Ya eran una plegaria llena de emoción, como el cantar de la Cruz de Sur; ya el eco sencillo de las pastoras al llevar sus ofrendas al niño Dios que acaba de nacer en Belén.[2]

IV
Cuando él conde de Monterrey gobernaba esta Nueva España, ordeno que los indios que vivían en lo alto de los cerros o en las profundas espesuras de los bosque, trasladaran sus aduares al centro de los valles existentes dentro de sus propios terrenos; pero en sitios abierto, donde pudiesen ser más fácilmente vigilados. Muchos desobedecieron el mandato. Entonces el gobierno empleo la fuerza, y se vio bajar de la montaña a los moradores de los pueblos; los hombres con el ceño adusto, las mujeres deshechas en llanto porque abandonaban las yácatas, dentro de las cuales dormían el sueño eterno sus antepasados.

Los habitantes de Parácho gemían en la mayor angustia, ellos no poseían un palmo de tierra al que llevar sus chazas, se les amenazo con incendiarlas, si antes de un mes no emprendían la nueva peregrinación. El que tal decía, era un alférez español que había llegado a aquellos contornos, acompañado de veinte arcabuceros. Lamabase D. Agustín de Luque. Tenía los ojos bizcos y el alma despiadada, y los indios le dieron el nombre de yeréngari, a causa de su defecto físico.

Su furor contra los indios había llegado al colmo, y motivaban esto los desdenes de una joven de quien se había enamorado perdidamente. No era para menos, porque Isimba parecía una esbelta caña de maíz próxima a espigar. El señor de Luque perdió toda esperanza y juro hacer uso de la violencia en la primera oportunidad para saciar su amor.

La joven, a fin de librarse de él, había tomado el velo temporal de las guananchas. Mientras estuviese consagrad al culto de la Virgen, su pureza estaba fuera de riesgo. Esto decían los hermanos en Cristo, aquellos monjes franciscanos que parecían ángeles del cielo bajado a consolar y defender a los indios.

V
Por aquel tiempo, dos padres del a Compañía de Jesús recorrían la sierra, vendiendo imágenes de santos que aseguraban haber traído de Roma, bendecidas por el Sumo Pontífice. Nuestros Teques compraron un Santo Entierro que los jesuitas afirmaban ser muy milagroso, y lo demostraba la mucha sangre que por todo el cuerpo chorreaba, las grande espinas que atravesaban su frente, las horribles huellas de los clavo en manos y pies y la mortal lanzada en el costado.

VI
Al acercarse el plazo señalado por Yerengari para incendiar el pueblo, los indios principales de Parácho se reunieron a deliberar.
¿A dónde irían? ¿Quién les daría hospitalidad en un valle o en una llanura? El más anciano propuso que se comprasen a los de Aranza, Quinceo y Ahuiran, un campo abierto, enteramente estéril, que diputaban entre sí. Pero, ¿con que dinero – replicaron los demás- , si lo que teníamos en común y en lo privado lo hemos invertido en comprar el santo Entierro? Todos se apretaban las manos llenos de desesperación y la junto de disolvió sin haberse acordado nada.

Al encaminarse a sus casas vieron al Yerengari, como siempre en un caballo negro que se encabritaba a cada paso, que desprendía rayos de sus ojos, que vomitaban espuma sanguinolento y que arrancaba chispas de los pedernales que pisaba. Si el animal era un monstruo, lo le iba en zaga el jinete, con la mirada bizca y la aceituna palidez del semblante.
Los arcabuceros preparaban las teas para incendiar las chozas. ¿Qué hacer?

Isimba, inspirada por la fe se dirigió a la modesta capilla, se arrodillo al pie de la urna de santo entierro y oro derramando un torrente de lágrimas.

VII
Era en aquellos días prior del convento de franciscanos de Charápan el siervo de Dios Fr. Francisco de Castro cuya santidad era admirada y reverenciada por los indios, que lo veían caminar a pie y descalzo, con el habito a raíz de las carne, con diversos y varios silicios y con una cruz de madera sobre el hombro y haciendo con esta carga seis o siete leguas por jornada. “se le aficionaron tanto los indios, que su amor por el santo discípulo del Seráfico creció como espuma”.

Los pueblos que he mencionado estaban dentro de la feligresía de Charápan y el hermano Castro los visitaba sin cesar, merced a o cual llegaron a sus noticias, tanto las tribulaciones de los de Parácho, como la exaltación de ánimos que, a causa del litigio, reinaba entre los pueblos limítrofes. El misionero, impregnada de caridad el alma, dirigió sus pasos hacia aquellos sitios, convoco a las comunidades litigantes celebro con ellas una reunión en el desierto arenal, objeto del pleito, y tanto les hablo, y tanto despertó en ellos el espíritu de conciliación, y tanto predico sobre el amor del prójimo, que hubo de conseguir que Ahuíran, Aranza y Quincéo hicieran donación del inútil llano a favor de los menesterosos habitantes de Parácho. Los linderos del terreno fueron lo que la vista abarca colocado el espectador en medio del valle; por el Oriente, el selvoso Querhuata; por el Sur, el gigantesco Taré Suruán; por el Poniente el empinado Cúmbuen, y por el Norte la esbelta colina de Guacuin.

Los ancianos principales de Paracho tomaron posesión del terreno, y en señal de dominio plantaron en medio de la llanura un cedro joven, traído de la cúspide del Taré Suruán[3]. En seguida señalaron día para que se trasladara el pueblo.

VIII
Era el mes de julio. Las lluvias habían lavado con sus gotas cristalinas el manto de esmeralda que cubría la tierra; comenzaban a abrirse los botones de las flores silvestres; el suelo despedía ese olor sabroso de la arcilla húmeda y las ráfagas del viento corrían impregnadas de resina desprendida de los pinares. El cielo estaba de una azul purísimo.

Los Purépecha descendían del áspero cerro. La población era ya numerosa y desfilaba ocupando grandes trechos. A la cabeza de aquella columna aparecía la imagen de San Pedro, patrón del pueblo; en seguida la de la Virgen llamada la Guanancha, de semblante color de rosa, fresca y de esbelto talle, con la tupida cabellera blonda que flotaba a la discreción del viento , la reina de las guananchecha, la que recibía el culto diarios de las doncella de Paracho, y, por último, cerraba la marcha la suntuosa urna del Santo Entierro, con la cual iban los más ancianos de la tribu, y en medio de ellos, el venerable padre Fr. Francisco de Castro. Capitaneaba la procesión un hermosísima joven de gallardo andar la pendonpari, la que llevaba el pendón azul emblema de la pureza de María. ¡Era Isimba!

La música dejaba oír sus sones melodiosos, como suspiros de tierna melancolía.

Para que nada faltase a la belleza de aquella tarde, se veían en el cielo gruesas agrupaciones de cúmulos, nubes de figuras caprichosas, que en parte brillaban como plata fundida, en parte como oro incandescente, o como escarmenados copos de algodón; mas de repente variaron de forma y corrían por el espacio negras y desgarradas, convirtiéndose en el ropaje sombrío de la tempestad. Comenzaron a caer grandes gotas de agua, rodó el trueno desprendido de la concavidad del firmamento, e instantes después, el aguacero descendió a la tierra como inmensa catarata.

Y refiere la tradición que el reverendo Fr. Francisco de Castro en “en esta vez como en otras, caminaba a pie, enjuto como un Moisés por las aguas del mar, dejando seco el camino por donde iba con la cruz a cuestas en tanto que el aguacero empapaba a todos sus compañeros”[4] . Luego ceso como por encanto el fragor de las nubes, disiparon se estás en velos de tenue transparencia de un color crema que fue difundiéndose hasta desaparecer en el manto de añil que ocultaba el cielo. El sol volvió a brillar, llenando de esplendores la tierra que parecía salpicad de diamantes.

La procesión entro en la choza que se había preparado para morada de los santos en el nuevo pueblo de Paracho.

IX
Estaba tan esplendida la tarde, que Isimba, llevada de su ardor juvenil y de su piadosa devoción, corrió hacia la florida Loma del Guacuin para hacer ramilletes de aquellas bellísimas rosas del campo que esmaltaban la ladera y colocarlas en el altar de la divina Guanancha. Ya había llenado de flores el bordado guanumuti que, como un delantal, cubría su traje, cuando observo, llana de pavor, que por el llano, en dirección de Chara-Charando, avanzaba el Yerengari en su negro corcel de ojos chispeantes que vomitaba espuma y que mascaba fierro.

Ningún auxilio podía esperar la doncella; el pueblo estaba lejos; los Purépecha entretenidos tributando culto a las santas imágenes; la noche se venía encima con espantosa velocidad.

El Yerengari se acercaba por momentos, sus ojos despedían un fuego más siniestro que los de su caballo.

La joven, desolad, huyo a los alto de la colina; trepaba con tanta rapidez, como si fuese cierva herida, alentando, como única esperanza, la idea de que el negro corcel no podría escalar tan rápida pendiente.

Casi junto llegaron a la cima la víctima y el verdugo. En aquel terrible instante, Isimba elevo su alma a Dios y lanzo este grito de suprema angustia: ¡Santo Entierro de Parácho!

Y sintió que la tierra se tambaleaba, vio que los arboles sacudían sus frondas y se descuajaban de raíz, que las peñas se hedían y que el cielo se cubría de nubes aborregadas. Observo entonces que sus pies desaparecían en arena; y como si se hubieran abierto un abismo, experimento el vértigo de una caída, pero una caída de suave descenso, a través de una barranca, desde lo más alto de Guacuin hasta el pie de la colina.

Y la colina, antes boscosa, se veía ahora despojada hasta del más pequeño arbusto…

Allá, arriba, quedo el alférez atónito de espanto, el corcel encabritando, sin atreverse a dar un paso en la barranca que, como un rio de arena, acaba de abrir el terremoto.

X
Desde entonces, los niños de Paracho suben, por vía de diversión, a la cúspide del Guacuin; tardan media hora en verificar el ascenso y, en menos de un minuto, descienden a la base, deslizándose por la movible arena. Llaman a esto, jugar a cerrito pelón

¡El velo de los años no puede borrar de mi alma los recuerdos de la infancia!

F I N






Citas:
[1] Costumbre (fiestas) en el idioma Purépecha.
[2] D. Jesús Valerio Sosa, indígena de raza pura, actual director de la música de Paracho, ha seleccionado esos sones, intitulando su obra Año musical de la Sierra.
[3] Este árbol, que alcanzó un crecimiento prodigioso, vivió más de tres siglos prestando su sombra al atrio de la iglesia, y a la plaza del pueblo, hasta 1864, en que una columna de franceses prendió fuego al añoso tronco que se derrumbó con gran contento de la soldadesca. Coincidió la desaparición del cedro con la época en que comenzaron a extinguirse las tiernas costumbres y las vagas y poéticas tradiciones de Paracho, como si los recuerdos de ella hubiesen estado anidadas en las ramas del árbol.
[4] La Rea, crónica citada.
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** Escrito tomado del libro: “Michoacán: Paisajes, Tradiciones y Leyendas”. Autor. Lic. Eduardo Ruíz. Página 686. Edición 2000.
Fotografía de Enrique Granados.
(Investigó: Mateo Morales González. Acámbaro. Guanajuato, Diciembre del 2014)