Auandarhu Anapu*Enviado del cielo

Pedro Victoriano Cruz

El sol estaba a punto de ocultarse tras aquella enorme montaña, el pico de Tancitaro. Jacinto muy cansado llegó a casa, así era su jornada diaria desde que se había casado; elaboraba carbón de encino en lo alto de la sierra. Encerró en el corral su único burro, guardó su herramienta y se dirigió a la cocina, se sentó a un costado del fogón; esperó un buen rato a que Eloísa, su esposa, le sirviera atapakua -guisado de semilla de calabaza y col- mientras tanto, comentaban los efectos de los temblores que ese día se registraron con mayor intensidad, al mismo tiempo observaba con detenimiento los movimientos corporales de su linda mujer, quien con mucha premura elaboraba tortillas. En el metate –mortero de piedra tallada de forma rectangular para moler los granos y otros- cortaba la masa para hacer aquellas apetecibles y gruesas tortillas, como le gustaban a Jacinto; ella quería quedar bien esa tarde con su compañero, pues sabía que le gustaba "a morir" ese platillo con tortillas recién hechas. Tenían escasos dos años de compartir la vida, eran felices a pesar de que vivían muy modestamente. Aún no tenían hijos.
Se disponían a disfrutar de los alimentos, cuando escucharon el continuo repicar de las campanas del templo, no era un repique normal, anunciaba que algo malo pasaba. En el pueblo era costumbre que cuando se escuchara con insistencia el sonido de las campanas, había que reunirse en la plaza.
De pronto, de la calle se escuchó la voz de una mujer que gritaba con desesperación. ¡Salgan, salgan, es el fin del mundo!
Jacinto y Eloísa no comieron, salieron a la calle a ver lo que ocurría. Aún había luz de día. Todos miraban una columna de humo gruesa y negra que surcaba el cielo, era algo nunca visto, el sólo mirarlo daba pánico. En el atrio del templo de aquel pequeño pueblo de San Lorenzo Narhen -de unos mil quinientos habitantes-, ya había mucha gente reunida, pero nadie sabía lo que pasaba.
En esa comunidad p'urhépecha, eran contados los que hablaban el castellano, no había profesionistas. Los hombres se dedicaban a la siembra de maíz y frijol, y otros a la elaboración de tejamanil -tablita delgada y cortada manualmente en listones que se colocan como tejas en los techos de las casas- y carbón de encino. Las mujeres se quedaban en casa, pero algunas ayudaban a sus esposos; los niños tenían poco tiempo para jugar, pues también tenían que ayudar a sus padres. Por eso la pequeña escuela construida de madera siempre estaba semivacía.
Las personas más influenciadas por la religión católica, y los más creyentes, empezaron a hacer penitencia, desde unos doscientos metros antes de la puerta del templo, se hincaban y así de rodillas llegaban hasta el altar. A gran distancia se escuchaba el murmullo de voces, eran los rezos, cada quien rezaba como podía; conforme transcurrían los minutos era más larga la fila, muchos de ellos lloraban. El padre Arcadio, encargado de la parroquia, tampoco sabía lo que pasaba.
−"Dios ya se enojó, por su desobediencia, es que ustedes no entienden. Recen, hagan penitencia y pidan perdón por sus pecados, aunque no creo que les perdone...“ Dijo a la gente que estaba en el templo.

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* Este cuento fue escrito en lengua p’urhepecha, la primera versión de la traducción fue hecha por Gilberto Jerónimo Mateo para su publicación en la sección página p’urhepecha en el diario La Voz de Michoacán.

Obtuvo el Primer Lugar de Narrativa Indígena, celebrada en Pachuca Hidalgo. México.
1998 y se publicó en el libro: Colección de Cuentos Indígenas.
Hecha por Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CONACULTA),
Gobierno del Estado de México, Gobierno del Estado de Hidalgo,
Gobierno del Estado de Michoacán y Gobierno del Estado de Querétaro, 2005.
ISBN 968484624X, 9789684846241
Nº de páginas 259 páginas.

Para su publicación digital en Xiranhua Comunicaciones y www.purhepecha.com.mx,
se ha realizado una revisión a la traducción por el autor y Leonel Ávila Díaz
para corregir algunos errores. Febrero del 2013.