A Ramón lo enterraron como se debe: con las banderas Nacional y Purépecha cubriendo su féretro, pues él sirvió a su pueblo y a su patria, como escritor y maestro, como autoridad comunitaria y músico… Los corazones, sin embargo, no se apaciguan con símbolos patrios, pues el llanto no cesa desde la noche en que le cayó un infarto del cielo. Duelen las lágrimas de sus hijos y su esposa, las de sus hermanos y amigos… Pero hay unas que derriten al alma más pétrea, lloradas en silla de ruedas, desde unos ojos nonagenarios de una mujer que gimotea como cría. ¡Es su madre! Y es que todos sabemos que, en el guion elemental de la vida, son los hijos los que entierran a los padres, y no así, como ahora, con el maestro que se ha ido.
Su hermano mayor, y un sobrino, harán un recuento de la vida ejemplar de Ramón, mientras la tierra va llenando la cavidad mortuoria. Aparece el Ramón padre, el Ramón hijo, el Ramón militante de la cultura, el Ramón historiador y, así, el Ramón de cada faceta que nos regaló mientras anduvo por encima de este mundo.
Hemos tenido la suerte -no sabemos si buena o mala- de acompañar a su última morada a otros destacados purépechas, trascendentes en la ciencia, la cultura o la política.
Recordamos ahora, por ejemplo, el repicar de campanas en Comachuen, y la música de Tatá Ismael Bautista sonando en los altavoces del pueblo, mientras que el cuerpo del pireri es llevado en hombros por una multitud que canta a pulmón o para sus adentros, a Male Chavelita u Ojos Coquetos, del poeta popular serrano. Recordamos a Tatá Ireneo Rojas Hernández, el científico, doctor de la Física y las Matemáticas; al investigador y luchador por la cultura, al maestro, rector, editor… al soñador de una juventud indígena formada bajo los más altos estándares de calidad, pero arraigada en sus historias y culturas. Recordamos su último adiós en la pérgola de Cherán, y al mar de cabezas que lo condujo al camposanto, entre las notas alegres de una orquesta que no olvidó sus aportes también a la promoción de la cultura musical.
Recordamos a Tatá Juan Chávez y al torrente de lágrimas que tras él iba quedando, cuesta abajo, de camino al cementerio de su natal Nurío. Un hombre que no dejó de luchar e imaginar un mundo mejor, incluyente y justo, siempre solidario y hermanado con los zapatistas del sureste que una madrugada del 94 le dijeron al mundo que parara su carro, y que observara la diversidad y la pobreza de las montañas. Desde entonces, y en realidad desde antes, tata Juan se hizo presente y se convirtió en un símbolo de la resistencia terca y obsesiva sin la cual no habrá un mundo más igualitario y libre.
Y claro, recordamos a Tatá Juan Victoriano Cira, de los poetas universales más profundos, quien subía a los cerros de San Lorenzo a cazar sonidos de pájaros, de aleteo de mariposas, de prisas de chuparrosas y del viento azotando las hojas puntiagudas de los pinos, para armar sus canciones, y a quien al pie del hoyo del descanso de su cuerpo, su hijo, el gran compadre Lucas, lo lloró con el más desgarrador desamparo que se ha visto sobre la tierra, mientras algún violín en manos etílicas, dejaba escapar las notas de Sebastianita, la enorme pieza que le heredó al mundo.
Ahora estamos aquí, oyendo a Male Francisquita, la pirecua que tanto le gustaba a Ramón, en las voces de su hermano Ramiro y del joven músico y maestro Juan Zacarias, acompañados por la orquesta universitaria de cuerdas. Ya su cuerpo inerte se despide de las últimas gotas de luz, mientras que su alma va camino a auandarhu, en donde seguirá reconstruyendo la Historia, para darle vida a los héroes y mártires del color de la tierra; a los que nunca han entrado a los libros oficiales que suponen sin decirlo, que los indígenas han sido solo una mala carga para un mundo ávido de modernidad.
Sean pues estas apresuradas letras, un humilde homenaje para el Ramón preocupado por un enfoque intercultural para la historia, y en todo caso, preocupado por recuperar el protagonismo de líderes y pueblos indígenas borrados de la historia oficial. Lo recordamos animoso, vertiendo ese conocimiento en plazas y reuniones comunitarias, a la espera del libro impreso que se le regateó. Él no dudó de la importancia de compartir, como fuera, el conocimiento de “la aportación de nuestros antepasados y de los sacrificios, humanos, materiales y económicos para contribuir a la lucha por la Independencia”, y de otros periodos y movimientos transformadores de los que el México de hoy es heredero. En torno a la Independencia, Ramón pudo concluir lo que a muchos parece obvio, pero que él lo hizo con el rigor de los datos en mano: que los pueblos indígenas y sus líderes, “nunca dejaron de luchar”. Rescató nombres como los de “Pedro Soria Villaroel, el Indio Armola, Juan Cipriano, Pedro Rosales, José Ma. Berrospe, José Manuel González, Lorenzo Arroyo, Juan Antonio Castro, el Indio Marcelino…”, y de otros héroes anónimos que han quedado, escribió, “olvidados e ignorados por la historia”.
Ramón no dejó el hilo de la tierra y del territorio para alcanzar sus explicaciones. Nos recordaba, por si hiciera falta, que para los pueblos indígenas, “la tierra está ligada a la lluvia, al viento, al trabajo, a los astros, estaciones, climas y altitudes… es decir, a la naturaleza, como también lo está el hombre”; parafraseando al Jefe Seattle, nos recordó que “la tierra -que ahora lo recibe de vuelta- no es de los hombres -y mujeres, claro-, sino que estos forman parte de ella, junto con otros seres vivos que comparten un mismo entorno natural y social”. Por todo ello, a nuestro héroe anónimo y amigo, no un adiós, sino: ¡Hasta siempre, Ramón!


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Un escrito y fotografías del periodista Purépecha: Martín Equihua.






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